jueves, 24 de junio de 2010


Tengo un cuaderno con hojas de espejo y escribo sólo cuando el calor de ciertos momentos empaña el reflejo. Calor de momentos intensos, bellos, escuetos, punzantes, perpetuos. El calor no se estipula por lo malévolo o benévolo, sino que aflora cada vez que algo merece un recuerdo. En aquellos momentos, el cuaderno se empaña y las imágenes comienzan a verbalizarse, se refleja sólo lo que deba inmortalizarse, lo que me permita el segundero en aquel instante. El calor se va y las páginas vuelven en blanco. Si no se empañan las hojas nada puede ser descifrado. No me interesa crear escritos atemporales que trasciendan a través del tiempo. No me interesa ver el espejo y ver siempre el mismo reflejo. No me interesa aferrarme ciegamente. No me interesa dejar un ancla en cada puerto que visito, ni pagar el seguro de vida, ni sentarme a planificar como serán mis hijos. Me interesa que los versos desgarren espejos, desbaraten el segundero, que burlen al tiempo. Me interesa quebrar las hojas de mi libro y quedarme sólo con lo que he aprendido, destrabarme de lo ya no sirve y brindar con un buen vino.