miércoles, 18 de febrero de 2009

5 A.M

Ella solía sentarse en el balcón, para encontrar toda las noches la estrella más alejada de sus semejantes. Daba igual si brillaba, sólo quería una de aquellas lejos de las demás. De cierta forma todo terminaba en una especie de trastorno al verse reflejada en el cielo, de la misma forma, con un leve brillo, pero sin nadie con quién compartirlo. Quizás por que tenía el don de repeler a todo quién mirara sus ojos directamente por más de 4 segundos o simplemente por el constante miedo de extender la mano y cerrar los ojos. Las noches concluían siempre igual, el cigarro de las tres de la mañana, un café cargado que jamás pordía terminar, ya que en su afán de sentirse ruda (al cargar demasiado el café), su estomago terminaba provocando una batalla campal. Todas las noches como siempre, con el loco afán de saber cual era la pieza que fallaba, cuál era ese algo que hacía que cada noche, la soledad cargara sus hombros más de la cuenta. Ése espejo trizado, esa lágrima muerta, ese paso mal dado. Y la noche, las astillas, el dolor. Ya era hora. La de abandonar, la hora sigue corriendo y tú no sigues apartando la mirada de aquel lugar, buscando el inutil reflejo de algo que quieres ser, sólo en respuesta al miedo de caer, nuevamente, una vez más, como siempre. De caer tan hondo, que sólo logras verte, alzando los ojos cada noche, imaginando el reflejo de quién ya no está. Imaginando que nadie nota lo sola que estás. Simplemente, es hora de embarcar.