sábado, 11 de octubre de 2008

Un minuto.


Me tomas, tu mediana mano, gastadas por las cuerdas de una vieja guitarra tocan precisamente donde pensé que lo harías, me dices lo que pensé que dirías y me examinas, justo ahí, donde pesé que lo harías. La monotonía del intoxicamiento diario perdura en mi constante clamar de justicia, en la sed de días mejores, en la permanencia de momentos agradables. En las ganas de creer en los orgasmos fingidos, en las palabras vacías y las caricias infinitas que se extendían a través de la mentira. Las púpilas dilatas, el lento ritmo que disuelve cada pensamiento, el asco frente a la euforia de ser la extención de veneno, de recibirlo, vivirlo y hasta pedirlo. Ese exquisito veneno que pide su dosis diario, que el olvido reclama a cada instante y la sed de no tenerte convierte cada latido en una eterna agonía.